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Instituto Nacional Browniano

168º aniversario del fallecimiento del Almirante Guillermo Brown

3 de marzo de 1857-2025

Durante el último año de vida, Brown se recluía cada vez más y su salud comenzó a preocupar a los suyos. Siempre acompañado por su esposa, Elizabeth, pasaba largas horas entre sus flores, contemplaba desde la terraza de su Casa Amarilla, con su catalejo de campaña, la llegada y partida de los buques, y recibía la visita de sus amigos más íntimos, entre ellos Bartolomé Mitre, que dejó este recuerdo:

[...] una tarde apacible del pasado otoño visitaba al Almirante Brown en su risueña morada de Barracas. Es aquel albergue pintoresco y apacible, donde el audaz marino reposaba de sus fatigas en los mares procelosos de la vida. Paseamos por su jardín y me habló él de sus campañas marítimas, de sus árboles y de sus flores, de sus compañeros de armas, de los sentimientos que lo animaban, y de las memorias de su vida, que se ocupaba de escribir.

“Su lenguaje era enérgico y sencillo, como lo es siempre el de los hombres que han pasado su vida en medio de la acción, y yo le encontraba elocuencia de los altos hechos que su presencia hacía recordar.

“Admirando la belleza del paisaje que se desenvolvía ante nuestros ojos, me inclinaba con respeto ante aquel monumento vivo de nuestras glorias navales y encontraba sublime de majestad aquella noble figura que se levantaba plácida y serena después de tantas borrascas como lo habían agitado. Aquel reposo modesto del que pasó su vida entre el estruendo de los cañones, el rumor de las olas y el bramido de los huracanes, aquel amor candoroso por las bellezas de la naturaleza, aquellos trabajos intelectuales que reemplazaban para él los ásperos trabajos de guerra; aquella sinceridad del alma, sin ostentación, sin amargura y sin pretensiones, me revelaban que tenía delante de mí algo más que un héroe; me revelaban que el almirante era una corazón generoso, un alma formada para amar y comprender lo bello y lo bueno, y digno de atraer sobre su cabeza laureada las bendiciones del cielo a la par que la admiración y las bendiciones de la humanidad.”

Imagen: Anónimo. “Guillermo Brown”. Buenos Aires. S/f. (c. 1855). Daguerrotipo. Museo Histórico Nacional.

Como último servicio a su Patria de adopción, el venerable anciano se ocupó de escribir los recuerdos de la guerra, que remitió a Mitre con carta en la que le decía “Quiero acabar este trabajo antes de emprender el gran viaje hacia los sombríos mares de la muerte”. Sus biógrafos afirman que en esas escrituras no hubo ninguna apreciación de carácter político, más aún, sólo se ocupó de redactar sobre sus campañas internacionales.

A su solicitud, el 27 de enero de 1857, su amigo y confesor, el reverendo padre Antonio Fahy, le administró los Santos Sacramentos, dando muestras Brown del hondo sentimiento religioso que tuvo en su vida. Esperaba ya, con serenidad, la muerte.

La tradición afirma que nuestro querido Almirante dirigió a su amigo, el coronel de marina José Murature, que lo acompañó en sus últimos alientos de vida, estas palabras de elocuente corte marinero: “Comprendo que pronto cambiaremos de fondeadero; ya tengo el práctico a bordo”.

En la tarde del 2 de marzo, un oficial de marina le entregó al Gobernador de Buenos Aires, doctor Pastor Obligado, la noticia de que el anciano marino estaba muriendo. Inmediatamente en su propio coche envió a su hijo en busca del Padre Fahy para conducirlo hasta el lecho del moribundo. Falleció cristianamente en la Casa Amarilla de su “Kinta” de Barracas, minutos después de la medianoche, entre el 2 y 3 de marzo, como informó el solícito sacerdote en nota al señor Ministro de Guerra y Marina, coronel D. Bartolomé Mitre:

“El infrascripto, capellán de los católicos irlandeses, tiene el honor de informar a V. E. para conocimiento del superior gobierno, que a las doce de la noche dejó de existir el brigadier general don Guillermo Brown.

“Animado por los consuelos que presta nuestra Santa Religión, él esperaba con la dignidad y serenidad más tranquila su última hora y entregaba su alma en manos del Creador, poseído de la más ilimitada confianza en la misericordia divina. Él fue, señor Ministro, un cristiano cuya fe no pudo conmover la impiedad; un compatriota cuya integridad, la corrupción no pudo comprar, y un héroe a quien el peligro no logró arredrar.

“Él frecuentemente manifestaba al infrascripto su gratitud al gobierno que le facilitaba gozar el otium cum dignitate en su más avanzada edad y también a S. E. el señor Gobernador por las simpatías que le había significado en los últimos días de su enfermedad.

“En medio de la angustia y desconsuelo que agobia a la viuda y sus niños, el infrascripto se permite anunciar que ellos esperan la disposición del gobierno respecto a su entierro.”

El doctor Obligado, al conocer la infausta noticia, expidió un decreto destinado a honrar al ilustre marino, en el que disponía que durante el día 3, los buques de la escuadra, a la cual él había dado jerarquía histórica y pauta heroica en más de sesenta combates, embicaran sus vergas y disparasen cañonazos cada cuarto de hora, hasta completar el número 17.

Una comisión nombrada por la Inspección General de Armas, presidida por el Ministro de Guerra y Marina, coronel Bartolomé Mitre, veló su cadáver del que no se separaron hasta el sepelio, tres de sus mejores camaradas: Antonio Toll, primer corsario en los mares de Asia en 1814; Francisco Seguí, héroe de Juncal, y el meritorio y noble veterano José Murature. El Ejército estuvo representado en la comisión por los generales Ignacio Álvarez Thomas, Juan Madariaga y el coronel Julián Martínez.

El día 4 de marzo, desde su Casa Amarilla, se puso en marcha el convoy fúnebre. Su uniforme de gala, la espada que Ramsay le había regalado y la bandera que las damas porteñas confeccionaron y obsequiaron a raíz del combate naval de Los Pozos, fueron colocados sobre el ataúd. Una numerosa comitiva encabezada por el Ministro de Guerra y Marina, y los generales Álvarez Thomas y Madariaga, acompañaba a su viuda y a los dos hijos que lo sobrevivieron: Martina y Guillermo.

Fue inhumado en el Cementerio de la Recoleta, con los honores oficiales correspondientes a sus altos méritos. A las 7 de la tarde, sus restos fueron depositados en la bóveda de quien había sido su amigo más allá de las luchas que los enfrentaron: el brigadier general D. José María Paz. El Padre Fahy recitó sobre su sepulcro las oraciones rituales y el Ministro de Guerra y Marina coronel D. Bartolomé Mitre, hizo su elogio fúnebre, del que se reproducen aquí algunos pasajes:

[...] Veneremos, señores, esos despojos, porque en ese cráneo helado por la muerte está incrustada la corona naval de la República Argentina, y porque en el breve espacio que ellos ocupan se encierran todas nuestras glorias marítimas.

“Brown en la vida, de pie sobre la popa de su bajel, valía para nosotros una flota.

“Brown, en el sepulcro, simboliza con su nombre toda nuestra historia naval.

“Él, con su sólo genio, con su audacia, con su inteligencia guerrera, con su infatigable perseverancia, nos ha legado la más brillante historia naval de la América del Sud. [...]

No puedo rememorar en este momento todas las fabulosas hazañas del Almirante Brown. Todos recuerdan que el estampido de su cañón en las aguas del Plata, era anuncio de victoria y que a la vista de los mástiles de la Capitana, la ciudad de Buenos Aires dormía tranquila bajo la guardia de su Almirante, mientras él velaba sobre el puente de su bajel [...].”

“Si algún día nuevos peligros amenazaran a la patria argentina; si algún día nos viésemos obligados a confiar al leño flotante el Pabellón de Mayo, el soplo poderoso del viejo Almirante henchirá nuestras velas, su sombra empuñará el timón en medio de las tempestades, y su figura guerrera se verá de pie sobre la popa de nuestras naves en medio de la humareda del cañón y de los gritos del abordaje.”

“Adiós, noble y buen Almirante de la Patria de los Argentinos, adiós. Las sombras de Rosales, de Espora, de Drummond y de Bouchard se levantarán para recibirte en la mansión misteriosa del sepulcro, y mientras ellas te saludan con palmas en las manos, el pueblo de Buenos Aires llora la pérdida de su ilustre Almirante.”

Las exequias oficiales se realizaron en la Catedral Metropolitana el 27 de agosto. Una multitud colmó el templo. El gobierno de la Confederación Argentina presidido por D. Justo José de Urquiza refrendó en Paraná, con fecha 11 de septiembre, un decreto de honores en cuyos considerandos se expresaba:

“El Brigadier General de la Marina de la antigua Armada Nacional de las Provincias Unidas del Río de la Plata, D. Guillermo Brown, ha fallecido en la ciudad de Buenos Aires el día 3 de marzo de este año. El Gobierno nacional deplora, en tan infausto acontecimiento, la pérdida del héroe de las glorias navales argentinas y cree de su deber tributar una manifestación de respeto en su memoria.”

De esta manera, toda la Nación Argentina, aunque momentáneamente desintegrada, honraba al marino heroico. Es que el nombre de Brown estaba por encima del encono que enfrentaba a los argentinos.

Escribió el poeta Ernesto Castany en su “Romance del viejo Brown”:

“Por eso, grave, muy quieto,

suelta el nudo que lo ata

al viejo sillón de mimbre

e inicia nueva campaña.

Más allá de cualquier sueño,

va el Almirante del Plata,

ya capitán de las nubes,

ya libre de toda amarra.”

Había muerto el navegante que cuadriculó las aguas del mundo, desde Foxford a Filadelfia, desde el Atlántico al Rhin, desde el Támesis al Plata, desde el Cabo de Hornos a las Galápagos, desde las Guayas a las Antillas. Había pasado a la inmortalidad el Gran Almirante de los argentinos.

 

Fuentes:

  • Historia del Almirante Brown. Héctor Ratto. 1985.
  • Guillermo Brown. Apostillas a su vida. Pablo Arguindeguy y Horacio Rodríguez. Instituto Nacional Browniano. 2005. Págs. 307-320.
  • Primer Almirante de los argentinos. Miguel Ángel De Marco. Emecé. 2021. Págs. 317-328.
  • El Combate Perpetuo. Marcos Aguinis. Editorial Sudamericana. 1995.
  • La muerte del Almirante Brown, artículo publicado en Revista del Mar Nº 20 – 1954. Págs. 15-16.
  • Romance del viejo Brown, por Ernesto Castany, publicado en Revista del Mar Nº120, pág. 127.